sábado, 28 de diciembre de 2013

Comiendo pipas

           De pronto cambiaron. Tenían los mismos ojos pero distinta mirada. Dejaron de sentarse con nosotros en el parque y comenzaron a hacerlo dos bancos más allá, junto a los setos, donde no pudiéramos oírlas. Cuchicheaban al oído. Cuchicheaban y reían escandalosamente, con emergente maldad, sin querer contarnos qué era aquello tan gracioso. Tampoco querían columpiarse alto, ni jugar al escondite, ni comer pipas como siempre solíamos hacer. Solo nosotros seguíamos comiéndolas, bolsa tras bolsa, qué sed daban. Cada tarde llenábamos el suelo de cáscaras mientras, inútilmente, tratábamos de conservar la calma y asimilar lo ocurrido. "Ya se les pasará", pensábamos. A veces nos miraban de reojo, con insultante indiferencia, y seguían a lo suyo. Ojalá en la escuela enseñasen a leer los labios.


                 La situación era tan intrigante que mis amigos decidieron nombrarme espía. No aguantábamos ni un minuto más. Repté hacia ellas entre los árboles, silencioso cual serpiente. La emoción me poseía y creo que hasta me temblaba el pulso. Justo antes de ser descubierto alcancé a escuchar algo sobre tetas y sujetadores. Al verme se alarmaron mucho y me llevé dos bofetones...Para ser chicas tenían mucha fuerza. Días después, entre todas, raptaron a mi mejor amigo y le preguntaron si sabía dar besos con lengua. No nos contó demasiado, pero regresó extrañamente contento. Aquella fue la última tarde que se dejaron caer por el parque. Las veíamos pasar por la carretera, subidas en las motos de chicos de bachillerato. Según mi padre se habían convertido en mujeres. A nosotros todavía nos quedaban muchas pipas por pelar. Nos quedaban y nos quedan.